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El Cazador

Tras las sombras del poder, el hombre que traza la nueva estrategia de seguridad.

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Un silbido del viento cálido de Altamira rozó la cubierta del buque. Era la madrugada y sobre el puerto semi vacío se alzaba la silueta oscura de un megabuque petrolero detenido en los muelles, imponente como una ballena de acero. En sus entrañas cargaba un tesoro ilícito: diez millones de litros de diésel robado. Omar García Harfuch observaba desde el muelle con los brazos cruzados y el gesto adusto mientras los marinos terminaban de asegurar la embarcación. A unos metros, enormes contenedores industriales –192 tanques de plástico y metal– formaban filas fantasmas; junto a ellos, 29 tractocamiones confiscados aguardaban vacíos tras haber descargado parte del botín. Aquella operación, ejecutada sigilosamente en la noche, representaba el mayor golpe al huachicol en la historia reciente. Era también un golpe simbólico: en ese buque, asegurado en Tamaulipas, naufragaba la impunidad de una red criminal que durante años saqueó el patrimonio nacional bajo la mirada indiferente de muchos. Pero ahora los tiempos eran otros.

En la penumbra previa al amanecer, García Harfuch sintió la vibración de su teléfono: un mensaje desde la capital. Claudia Sheinbaum, la presidenta, ya estaba informada del éxito en Altamira. Desde Palacio Nacional –donde cada día comienza con la reunión de seguridad a primera hora– Sheinbaum había seguido de cerca la operación. La mandataria llevaba apenas medio año en el poder, pero había dejado clara su determinación: ningún crimen organizado, por enquistado que estuviera, quedaría fuera de la mira del nuevo gobierno. Esa madrugada, con el buque detenido, se daba inicio a un nuevo capítulo en la cruzada contra el huachicol, palabra que evoca tanto la rapiña de gasolina perforando ductos, como la corrupción de cuello blanco traficando combustible bajo documentos falsos.

El operativo de Altamira destapó mucho más de lo que a simple vista se veía. Tras la incautación histórica –un buque cisterna entero cargado de diésel ilegal proveniente de Texas– emergió la madeja de una red binacional de contrabando. Investigaciones posteriores revelarían que más de 210 empresas fantasma estaban involucradas en el tránsito ilícito de combustibles: simulaban exportar gasolina y diésel que en realidad volvían a ingresar a México como contrabando, con facturas apócrifas y complicidad de funcionarios. En los archivos de inteligencia asomaban nombres insospechados: una compañía transnacional como Trafigura; una empresa local ligada a un conocido magnate mexicano; incluso un ex senador del partido gobernante, dueño del predio en Baja California donde se hallaron ocho millones de litros de combustible robado. El golpe en Altamira dejó al descubierto esa maquinaria oculta. Hasta un capitán de barco fue asesinado semanas atrás cuando empezaron a jalar estos hilos, lo que daba cuenta de lo profundo y violento del esquema. Ahora, a la luz del amanecer sobre el Golfo de México, el mensaje del gobierno era claro: se acabó la tolerancia.

La presidenta y su estratega

Claudia Sheinbaum Pardo asumió la presidencia de México en octubre con la misión de continuar la llamada “Cuarta Transformación” iniciada por su mentor, Andrés Manuel López Obrador, pero también con el reto de trazar su propio camino. De complexión menuda y verbo sereno, Sheinbaum hizo historia al convertirse en la primera mujer en liderar el país. En el discurso de toma de protesta prometió profundizar los logros sociales de su antecesor –los programas para jóvenes, adultos mayores, las becas– pero añadió algo que resonó en el salón de plenos: “Cero impunidad a la corrupción y al crimen”. Entre los asistentes aquella tarde estaba el propio López Obrador, asintiendo, y a pocos metros de él un hombre alto, de semblante recio y brazo aún marcado por viejas heridas de bala: Omar García Harfuch.

Harfuch fue una de las apuestas personales de Sheinbaum. A sus 39 años, este policía forjado en fuego venía de ser su jefe de Seguridad Ciudadana en la Ciudad de México, donde se había ganado fama de eficaz. Hijo de un legendario policía y de una reconocida actriz de la época dorada de las telenovelas, García Harfuch creció entre los claroscuros del poder mexicano. La seguridad estaba en su sangre, pero también el fantasma de un pasado violento: en junio de 2020 sobrevivió a un atentado brutal en pleno Paseo de la Reforma, cuando una célula del Cártel Jalisco Nueva Generación emboscó su convoy a tiros. Aquella madrugada recibió tres impactos –en hombro, clavícula y rodilla– y perdió a dos de sus escoltas, pero salvó la vida. Desde la cama del hospital, aún convaleciente, twitteó atribuyendo el ataque al CJNG y prometiendo no ceder. Esa imagen del jefe policial herido, pero desafiante, quedó grabada en la memoria capitalina. Para Sheinbaum, significó la prueba de lealtad y coraje de su colaborador.

No fue sorpresa entonces que, al formar su gabinete nacional, la presidenta depositara en Harfuch la cartera de Seguridad Pública y Protección Ciudadana. Juntos habían reducido a la mitad la tasa de homicidios en la capital durante el periodo 2019-2023, un logro inédito. Ahora buscaban extender ese éxito al resto del país, donde la situación era mucho más crítica. El sexenio de López Obrador, pese a la relativa calma en la capital, terminó como el más sangriento en la historia moderna: más de 186 mil homicidios acumulados, una violencia azotando estados enteros y nuevos flagelos, como el fentanilo, cobrando fuerza. Sheinbaum y Harfuch sabían que encaraban una tormenta perfecta. “Nos tocan momentos distintos”, repetiría la mandataria al ser cuestionada sobre su estrategia –una forma discreta de marcar distancia con la doctrina anterior–. Y Harfuch, tras asumir su cargo, fue aún más explícito: “Vamos a robustecer la inteligencia y la investigación del Estado mexicano”, prometió en su primer mensaje público, dejando claro que pasarían de la contención pasiva a la ofensiva estratégica.

No todos vieron con buenos ojos la llegada de Harfuch a la cúpula de seguridad. Los viejos fantasmas no desaparecen fácil: su nombre había surgido en investigaciones relacionadas con la noche trágica de Ayotzinapa en 2014, cuando 43 estudiantes fueron desaparecidos. Por entonces Harfuch era un joven mando federal destacado en Guerrero, y algunos testimonios lo ubicaron tangencialmente en reuniones policiales previas al crimen. Aunque nada probó su involucramiento, colectivos de derechos humanos y padres de los normalistas expresaron inquietud cuando su nombramiento se hizo oficial. Sheinbaum, consciente del dolor que ese caso representa, respondió de frente: “Él no estaba en Guerrero en aquella época, y eso se ha aclarado muchas veces”, defendió en una mañanera, respaldando a su secretario. La presidenta aseguró que cualquier nueva indagatoria queda en manos de la Fiscalía y refrendó su compromiso con las familias de Ayotzinapa. En privado, no obstante, el episodio marcó una línea delicada: la lucha contra el crimen no solo implica capturar capos y decomisar mercancías, sino también sanar heridas abiertas y convencer a la sociedad de que la justicia es pareja. Para Harfuch, significó cargar con ese escrutinio adicional a cada paso que da.

Huachicol 2.0: la guerra del combustible

En sus primeros meses, la dupla Sheinbaum-Harfuch concentró su artillería en un enemigo conocido: el huachicol, el robo de combustibles. López Obrador había iniciado su gobierno en 2019 declarando la guerra a los huachicoleros que ordeñaban ductos de Pemex; cerró válvulas, movilizó al ejército y sufrió incluso la explosión trágica de Tlahuelilpan como costo de aquella cruzada. AMLO clamó victoria al cabo de un año, asegurando que el huachicol se había reducido drásticamente. Pero para 2024 el monstruo solo había mutado. Ya no era tanto la imagen del campesino perforando ductos en la noche, sino tramas empresariales sofisticadas, importaciones fantasmas y complicidad institucional de alto nivel. Era un huachicol fiscal, lo llamaban algunos, invisible pero devastador: se estima que en 2024 el erario perdió 177 mil millones de pesos (casi 500 millones al día) por ese saqueo silencioso de combustibles.

Sheinbaum, ingeniera de formación, se propuso atacar el problema con método. Integró un comité interinstitucional con la Secretaría de Energía, Pemex, las Fuerzas Armadas, la Unidad de Inteligencia Financiera y el SAT (Hacienda). Se creó una plataforma digital para seguir el rastro de cada litro de gasolina importado, desde que llega a puerto hasta las gasolineras. Muy pronto los datos revelaron anomalías gigantescas: empresas que importaban combustible “de papel” sin infraestructura real, ventas locales que no correspondían a las compras declaradas, buques entrando con documentación falsificada. Esa inteligencia permitió golpes quirúrgicos como el de Altamira. “Ya se tiene un seguimiento detallado: de la importación del combustible a dónde llega, cuántas comercializadoras operan…”, explicó Sheinbaum en una de sus conferencias, dando cuenta del nuevo enfoque. Los resultados no tardaron en sentirse: las ventas oficiales de Pemex subieron 15% en pocos meses, señal de que la sangría del mercado negro empezaba a cerrarse.

La guerra contra el huachicol versión 2.0 ha tenido sus escenas dignas de una novela de espionaje corporativo. Tras la incautación del megabuque en Altamira, la Unidad de Inteligencia Financiera destapó una compleja red de compañías fachada que, desde 2021, venían triangulando combustible entre México y Estados Unidos. Algunas incluso cargaban directamente crudo robado de plataformas marinas en Campeche. La OFAC del Departamento del Tesoro estadounidense emitió alertas: el Cártel de Jalisco Nueva Generación estaba robando petróleo crudo de Pemex, exportándolo disfrazado de “aceite usado” a refinerías tejanas, y luego ese mismo combustible regresaba ya refinado a México, donde Pemex –irónicamente– lo recompraba sin saber su origen. El descaro era mayúsculo. Funcionarios mexicanos, se supo, estaban implicados en aduanas y puertos para dejar pasar los cargamentos. Cuando Sheinbaum se enteró del tamaño del fraude, dio la orden de limpiar casa caiga quien caiga. Corrieron cabezas en las aduanas, y no importó si alguno tenía pedigrí político. Un alto directivo de Pemex, familiar lejano del expresidente, discretamente dejó su cargo al ser vinculado con estas irregularidades –una señal de que la protección de apellidos se terminaba–.

Para García Harfuch, formado en la lógica policial de campo, esta vertiente financiera del combate al crimen supuso un reto diferente. Pero la ha asumido con el mismo celo del cazador callejero: si antes perseguía pipas en las brechas nocturnas de Hidalgo, ahora persigue facturas, contabilidades y buques tanque en altamar. En reuniones a puerta cerrada con mandos castrenses y fiscales, Harfuch ha diseñado operativos simultáneos: cateos en bodegas clandestinas donde almacenan combustible robado, aseguramientos en puertos como Coatzacoalcos o Ensenada, detenciones de directivos empresariales que lavan dinero de huachicol. “Vamos tras toda la cadena”, ha dicho en corto a sus allegados. Y cuando sale ante las cámaras, prefiere dejar que los hechos hablen: exhibe imágenes de filas de pipas confiscadas, de válvulas clandestinas soldadas, de enormes depósitos incautados. En uno de sus informes presentó un video de un narcolaboratorio de combustible de 40 hectáreas en el desierto de Zacatecas, con decenas de tanques y reactores químicos para adulterar hidrocarburo, que sus agentes desmantelaron en marzo. Era una estampa surreal: no producían drogas sintéticas sino combustible ilegal a escala industrial. “En el país donde se decía que el huachicol se había acabado, encontramos esto”, comentó con ironía un alto funcionario presente. El mensaje de fondo era innegable: la tolerancia cero había llegado también para los ladrones de gasolina, por más que se camuflaran detrás de corbatas y contratos.

La sombra del fentanilo

Si el huachicol es un viejo monstruo mutado, el fentanilo es la bestia nueva que amenaza con devorar México y sus relaciones con el mundo. Este opioide sintético –50 veces más potente que la heroína– ha provocado decenas de miles de muertes por sobredosis en Estados Unidos, generando una presión inaudita sobre México como territorio clave de su producción y paso. Durante el gobierno anterior, la estrategia oficial frente al fentanilo fue errática: se negaba incluso su manufactura en suelo mexicano. “Aquí no se produce fentanilo, solo pasa”, decían altos funcionarios en 2022 y 2023, echando la culpa exclusivamente a insumos chinos y a la demanda estadounidense. Pero la realidad en el terreno contaba otra historia: laboratorios clandestinos proliferando en Sinaloa, Michoacán, Baja California; células del crimen experimentando con mezclas letales; millones de pastillas azul celeste –la llamada “M30”– inundando mercados negros. Para 2024, México no podía seguir cerrando los ojos sin arriesgar una confrontación seria con Washington.

Sheinbaum entendió pronto que debía dar un golpe de timón en este tema delicado. Apenas dos meses después de asumir la presidencia, autorizó una operación de alto impacto en el corazón del territorio narco: el norte de Sinaloa, cuna del cártel del mismo nombre. La madrugada del 4 de diciembre de 2024, comandos de la Marina, el Ejército y la Guardia Nacional –coordinados bajo la batuta de García Harfuch– ejecutaron tres cateos simultáneos en bodegas y ranchos cercanos a Los Mochis. Lo que hallaron superó cualquier antecedente: más de 1,100 kilogramos de pastillas de fentanilo empaquetadas, listas para su envío, así como bidones de precursores químicos, prensas y mezcladoras industriales. Dos hombres fueron detenidos ahí mismo, identificados luego como operadores del viejo cártel de los Beltrán Leyva que habían reconvertido sus negocios al opioide sintético. El valor de la droga decomisada se calculó en unos 400 millones de dólares en las calles de Estados Unidos y Canadá –un golpe económico brutal para el crimen organizado. Era el mayor decomiso de fentanilo en la historia de México.

Esa mañana, la noticia ocupó las portadas y noticieros. Sheinbaum apareció en su conferencia de prensa con semblante serio pero orgulloso: “Es la incautación más grande de fentanilo que haya visto nuestro país”, anunció, casi con asombro. “Imagínense, una tonelada… estamos hablando de más de 20 millones de dosis que ya no llegarán a nuestros jóvenes”, agregó. Junto a ella, Omar García Harfuch lucía discretamente satisfecho; había viajado a Sinaloa para supervisar la fase final del operativo y se quedaría allí varios días más, afinando la estrategia local. Y es que esa región ardía: tras el arresto de Ovidio Guzmán (hijo de “El Chapo”) y la presunta muerte o captura de otros capos, el cártel de Sinaloa estaba en guerra interna. Los Chapitos contra los Mayos, dos facciones chocando por el control, habían convertido poblados enteros en zonas de combate. Harfuch se reunió con mandos militares y autoridades estatales, buscando contener la violencia colateral y aprovechar el golpe al negocio del fentanilo para debilitar a los clanes rivales. “Estas acciones continuarán hasta que la violencia disminuya en Sinaloa”, declaró ante la prensa local, casi como una promesa personal.

El decomiso de Los Mochis fue celebrado por la Casa Blanca, con el Secretario de Estado de EE.UU. reconociendo la labor mexicana. Pero también fue leído como un mensaje político hacia el norte. Solo una semana antes, el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, había vuelto a sus viejas amenazas: anunció que al asumir (en enero de 2025) impondría aranceles del 25% a las exportaciones mexicanas si México no detenía la “invasión” de drogas, fentanilo principalmente, y de migrantes. Incluso insinuó que consideraba acciones militares “antiterroristas” contra los carteles en territorio mexicano. Con ese ruido de sables en el aire, Sheinbaum movió ficha: la megaincautación demostraba que México estaba actuando contundentemente contra el narcotráfico. La presidenta no dudó en atajar públicamente la bravata extranjera: “Descarto por completo cualquier invasión. Vamos a tener una buena relación de respeto con el presidente Trump, pero defendiendo nuestra soberanía”, afirmó tajante. Y mientras diplomáticamente calmaba las aguas, internamente dio luz verde a Harfuch para intensificar los operativos contra laboratorios y rutas de fentanilo. México debía mostrar resultados antes de convertirse en blanco de decisiones unilaterales de su vecino.

Así, a partir de enero y febrero de 2025, la ofensiva se aceleró. Las fuerzas federales localizaron y destruyeron laboratorios clandestinos a un ritmo nunca visto: decenas cada semana, muchas veces gracias a inteligencia compartida con agencias de EE.UU. Hubo días de cifras asombrosas, como aquella semana de marzo en que se desmantelaron 42 laboratorios en Sinaloa en solo cuatro días. En un paraje serrano de Sonora se halló un complejo camuflado entre matorrales produciendo toneladas de píldoras; en la frontera de Nuevo León se interceptaron camiones cisterna con precursores; en un laboratorio gigante instalado en una granja de Zacatecas –el de los reactores industriales– se calculó que su producción potencial alcanzaba 700 millones de dosis de fentanilo. Las pérdidas económicas para los cárteles eran millonarias, incalculables casi. Harfuch, lejos de triunfalismos, señalaba otra métrica: “Menos laboratorios significan menos droga en las calles y menos jóvenes muertos”. Pero en voz baja reconocía a sus cercanos que esta era una carrera contra el tiempo: por cada cocina de droga destruida, los criminales intentarían montar otra en algún rincón apartado. La guerra del fentanilo apenas comenzaba, y su verdadera victoria dependía de combatir no solo la oferta, sino la demanda y la corrupción que le da sustento.

Abrazos y balazos: continuidad y ruptura

Desde que inició su gobierno, Claudia Sheinbaum camina un fino alambre entre la lealtad al legado de López Obrador y la necesidad de ajustar el rumbo en seguridad. Su antecesor hizo de la frase “abrazos, no balazos” un emblema moral: priorizar programas sociales sobre la confrontación directa con el crimen. Bajo esa lógica, en los años de AMLO disminuyeron drásticamente los enfrentamientos armados entre el Ejército y los narcos, se detuvieron pocos capos de alto perfil y la narrativa oficial se centró en atender la pobreza para así pacificar al país. Muchas familias agradecieron la beca que alejó a sus hijos del narcomenudeo; muchos también sintieron alivio de no vivir operativos espectaculares en sus calles. Pero la otra cara fue cruda: mientras el Estado ofrecía abrazos, los cárteles aprovecharon para rearmarse y expandirse. Al final del sexenio pasado, México alcanzó cifras récord de asesinatos y el crimen organizado diversificó sus negocios ilícitos con impunidad alarmante.

Sheinbaum no ha renunciado al todo a la filosofía de la prevención social. De hecho, insiste en que la base de la pacificación sigue siendo la inversión en educación, empleo y bienestar en comunidades golpeadas por la violencia. “Siempre vamos a defender la estrategia de atender las causas”, repite cuando se le pregunta si abandona la línea de AMLO. Pero acto seguido añade: “Eso sí, cero impunidad. El que la hace, la paga”. En la práctica, su gobierno ha mostrado un viraje significativo hacia la acción punitiva coordinada. Algunos comentaristas lo han llamado ya la estrategia de los “balazos, no abrazos” –con sorna o con aplauso, según la trinchera–. Y es que las cifras iniciales de esta administración cuentan una historia distinta: en seis meses, más de 15 mil detenidos por delitos de alto impacto, incluyendo sicarios, jefes de plaza y corruptos de cuello blanco; 69 narcolaboratorios de drogas sintéticas desmantelados solo de octubre a diciembre; alrededor de 61 toneladas de diversas drogas incautadas (heroína, cocaína, metanfetamina, marihuana, fentanilo) y más de 9 mil armas de fuego decomisadas junto a cientos de miles de cartuchos. Cada semana, Harfuch tuitea los logros de alguna operación: un arsenal incautado aquí, un convoy criminal detenido allá, un capo entregado a la justicia de EE.UU. Y cada uno de esos anuncios, como bien señaló un periodista crítico, pareciera ser una “mentada de madre” a la estrategia anterior: evidencia de que lo que antes no se hacía, ahora sí se está haciendo.

La propia Sheinbaum ha tenido que marcar esas diferencias con delicadeza política. En público, jamás critica frontalmente a López Obrador –a quien se refiere respetuosamente como un gran presidente que sentó bases importantes–. Sin embargo, la coordinación que muestra con las fuerzas armadas y agencias internacionales, la remoción de funcionarios ligados a escándalos, y la determinación con que ha enfrentado temas que antes se eludían (como el huachicol empresarial o la extradición expedita de delincuentes) hablan de una evolución en la 4T. Un caso contundente ocurrió en febrero de 2025: en un operativo relámpago, 29 cabecillas del narco que estaban detenidos en México fueron subidos a un avión militar y enviados extraditados a Estados Unidos, sin aspavientos. Entre ellos había piezas clave de varios cárteles, cuyos procesos en México avanzaban con lentitud o riesgo de colapso por corrupción judicial. La decisión fue acordada en el Gabinete de Seguridad –con Sheinbaum y Harfuch a la cabeza– y ejecutada con sigilo para evitar fugas o revueltas. En el pasado, AMLO solía justificar la falta de detenciones mayores diciendo “no es nuestra función principal atrapar capos”; ahora, su sucesora mostraba que, función principal o no, había llegado la hora de romper pactos tácitos.

En reuniones privadas con su círculo cercano, la presidenta admite que sus circunstancias son otras. “Nos tocan momentos distintos,” reflexiona, consciente de que si bien comparte el proyecto político de AMLO, la realidad del país en 2025 exigió medidas distintas. El narcotráfico y la corrupción quizás se envalentonaron esperando continuidad complaciente; en cambio, se encontraron con un gobierno que, por sobrevivencia política y convicción personal, decidió hacer gala de autoridad. Esto no ha estado exento de costos internos: cierto sector del movimiento lopezobradorista –más dogmático– la mira con recelo, temiendo que el péndulo no gire de más hacia una reedición de la “mano dura” del pasado. Pero Sheinbaum se esfuerza en plantearlo como una dualidad necesaria: “No es abrazos o balazos, son abrazos y balazos cuando haga falta,” llegó a decir en corto un colaborador suyo, simplificando la mezcla de políticas. En otras palabras, mantener los programas sociales (los abrazos) pero sin dejar de usar la fuerza del Estado (los balazos) contra quienes amenazan la paz pública. Esta síntesis, compleja de sostener, es la apuesta de la mandataria para construir seguridad sin traicionar los principios humanistas de la Cuarta Transformación.

La hidra de la impunidad

Por más operativos espectaculares y estadísticas a la alza en decomisos, Sheinbaum y Harfuch saben que la batalla es frágil. En los pasillos de la Secretaría de Seguridad, algunos asesores susurran sobre la “hidra de las mil cabezas”: esa mezcla de corrupción, impunidad judicial e infiltración criminal que puede echar por tierra los mayores logros. Cada vez que se asesta un golpe, una fuerza contraria parece moverse en las sombras para minimizarlo. Un ejemplo inquietante: tras la histórica incautación de la tonelada de fentanilo, surgieron rumores de que parte de la droga podría “perderse” o ser robada antes de su destrucción final. Sospechas dentro de las propias fuerzas de seguridad señalaban que si no se vigilaba con celo, esas pastillas azules podrían misteriosamente reingresar al mercado negro a través de malos elementos. Al enterarse de esos temores, Harfuch montó personalmente un doble cerco de custodia: militares en el sitio de almacenamiento y agentes federales en la cadena de evidencia, rotando turnos, para garantizar que ni un gramo desapareciera. La carga finalmente fue destruida en hornos industriales bajo supervisión, disipando las dudas. Pero el episodio dejó claro el desafío: ¿qué hacer cuando el enemigo acecha también desde dentro?

El Poder Judicial es quizá el flanco más débil. México arrastra décadas de procuración de justicia fallida, con jueces vulnerables a amenazas o sobornos, expedientes que se pierden, procesos eternos y cárceles de las que se escapan hasta los criminales más peligrosos. Sheinbaum lo ha reconocido con prudencia: “Si la última cadena es corrupta, todo el esfuerzo se viene abajo”, comentó en una reunión con abogados. Por eso, paralelo a los golpes policiales, su gobierno impulsa una reforma judicial que castigue la complicidad y proteja a jueces honestos. No es una tarea simple ni rápida. Mientras tanto, han optado por soluciones pragmáticas: colaboración más estrecha con EE.UU. en extradiciones (evitando que capos compren su libertad en México) y apoyar a la Fiscalía General con inteligencia para armar casos más sólidos. Un caso reciente ilustra la limpieza interna: en Guerrero, la detención de Lambertina Galeana, exmagistrada acusada de encubrir evidencias del caso Ayotzinapa, envió el mensaje de que ya no se tolerará a quienes torcieron la ley desde adentro. Sheinbaum respaldó públicamente esa captura, subrayando que fue una exigencia histórica de las familias de los 43 estudiantes. Muchos lo interpretaron también como un espaldarazo a su propio secretario de Seguridad: despejar las dudas sobre Harfuch en el caso Ayotzinapa pasaba por llevar ante la justicia a los verdaderos responsables de aquel encubrimiento.

Al mismo tiempo, Sheinbaum enfrenta las facturas políticas de su nueva estrategia. Los grupos criminales, arrinconados, buscan formas de presionar: el hallazgo en Jalisco de un “campo de exterminio” con decenas de cadáveres, o los asesinatos masivos de policías locales en emboscadas, mantienen el terror latente en la sociedad. Cada mañana, al leer el parte de novedades, la presidenta pregunta no solo cuántos fueron detenidos, sino cuántas vidas aún se pierden. La disminución reciente en el promedio diario de homicidios –un 14% menos desde que inició su gobierno, alcanzando en marzo la cifra más baja de víctimas en siete años– es un respiro estadístico, pero no un triunfo definitivo. Regiones como Guanajuato, Baja California o Chihuahua siguen en llamas por disputas del narco. Guerrero, pese a registrar una caída del 46% en violencia desde octubre, sigue plagado de autodefensas y grupos armados. Cada estado es un tablero distinto donde la delincuencia pelea por su territorio frente a un Estado que, por primera vez en mucho tiempo, la está obligando a replegarse en serio. El cazador ha salido a recorrer el país, pero la presa –esa hidra multifacética– sigue moviéndose, agazapada, cambiando de piel.

La cacería sigue

Una noche, de regreso en la Ciudad de México, Omar García Harfuch recorre los pasillos silenciosos de Palacio Nacional tras una larga reunión de seguridad. Son casi las 11, pero la presidenta Sheinbaum aún revisa carpetas en su despacho. Harfuch se detiene ante una gran foto histórica en el muro: un retrato de 1956 que muestra a un presidente de antaño rodeado de generales. Piensa por un instante en cómo han cambiado los tiempos: ahora es una científica convertida en líder nacional quien encabeza la lucha, y él –un policía curtido, nieto de un antiguo halcón del régimen priísta– es su mano derecha para combatir una violencia que aquellos generales del pasado quizás nunca imaginaron. Toca a la puerta, entra al despacho y encuentra a Sheinbaum leyendo un informe. Ella levanta la mirada, cansada pero determinada. Sobre la mesa hay un documento con gráficos: muestran el descenso paulatino de ciertos delitos, los miles de detenidos, pero también las zonas rojas donde el narco se resiste. Comparten brevemente las actualizaciones finales del día. “No podemos bajar la guardia”, comenta ella en voz baja. “Ni un día”, asiente él.

En ese intercambio breve hay un entendimiento profundo. Saben que su proyecto de país –ese sueño de pacificar sin recurrir a la guerra sucia, de prosperar sin corrupción– pende de un hilo frágil, tensado por cada operativo y cada decisión política. Saben que serán juzgados por la historia tanto por sus logros como por sus errores. También saben que millones de mexicanos, de diversas posturas, observan con esperanza y escepticismo a la vez: ¿será esta la vencida contra la violencia, o solo otro capítulo repetido? Sheinbaum confía en que están sembrando algo distinto, una autoridad genuina combinada con desarrollo social; Harfuch confía en la lealtad de sus equipos y en su instinto cazador para acorralar a los criminales más peligrosos.

Cuando finalmente la presidenta se marcha a descansar unas horas, Harfuch sale al patio central. La ciudad duerme afuera. Recuerda fugazmente la madrugada de aquel atentado en 2020, cuando pensó que no vería otro amanecer, y mira ahora la silueta del Zócalo bajo la luna. Cada día ganado a la muerte, cada kilo de droga incautado, cada litro de combustible recuperado para la nación, son para él pequeñas victorias en una guerra interminable. Suspira, enciende un último cigarrillo y se prepara para la siguiente cacería. Porque al despuntar el alba, volverá a sonar el teléfono con un nuevo reporte, una nueva pista, otro reto. Y él, El Cazador, estará listo para salir de nuevo tras la presa, con la convicción intacta de que esta historia –la historia en construcción de un México más seguro– bien vale la pena.

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